25/1/14

Esos seres celestiales


Admiro a mi amiga Marta, que siempre ve el lado positivo de las cosas y para quien cada día es un regalo. Admiro a Raúl, mi compañero de trabajo, que jamás le ha dado un grito a un alumno, a Paloma, que siempre sonríe y nos trae galletas de chocolate a las reuniones. Admiro a la gente tranquila, a los que escuchan, a los que siempre están de buen humor, a los optimistas.
Admiro la capacidad de estas personas para trasmitir  su buen rollo (o energía positiva). Me gusta estar  a su lado. Busco el sol que ellos son, y me tuesto un poco con sus rayos.

Hace tiempo, creía que estas personas eran una especie de seres celestiales que aterrizaban en la tierra y, como seres celestiales que eran, eran pocos y habían venido al mundo con esa gracia celestial: o eras uno de ellos o no lo eras en absoluto. Y yo no lo era. No había nacido tranquila, ni paciente, ni positiva.
Y aunque siempre intentaba acercarme a ellos por ver si se me pegaba algo, resultaba imposible. Por más esfuerzos que hacía, por más voluntad que ponía, a mí me salía un chillido en lugar de un tono normal, me aceleraba en vez de tranquilizarme, atropellaba las palabras en vez de ponerlas en orden, me enfadaba cuando no quería enfadarme. Lloraba de impotencia. Me parecía una tremenda injusticia divina haber nacido así.

Ha pasado mucho, mucho tiempo desde entonces. Y aunque sigo sin ser tranquila, ni paciente, ni positiva, al menos he aprendido que se puede cambiar un poquito, y sobre todo,  he aprendido a perdonarme y quererme.

Yo no soy uno de esos seres celestiales. Simplemente es así. Pero llevo un largo camino intentando mejorar, buscando trucos de magia, reflexionando, leyendo y trabajando. Trabajándome por dentro. Es un camino difícil que los seres celestiales jamás conocerán. Y está bien así. Pude darme cuenta a tiempo de que se podía ser de otra manera: nunca llegaría a ser uno de esos seres maravillosos y admirables, pero podía ser yo, con toda mi carga de aprendizaje.

Y también  sé que yo, siendo un ser terrenal en las antípodas de esos seres celestiales,  les trasmito sin embargo buen rollo (o energía positiva).



9/1/14

Un árbol y un libro

Cuando yo era pequeña me gustaba mucho dibujar. Decía que de mayor iba a ser pintora. No se me daba mal. Todavía recuerdo aquel premio que me denegaron con cinco años, porque las monjas estaban convencidas de que yo no había hecho el dibujo. Ese día aprendí lo que era la Injusticia. Pero yo seguí pintando. Pintaba barcos, mares, paisajes, niños y peces. Pero hay algo que recuerdo de forma muy especial. Un dibujo que repetía una y otra vez, quien sabe porqué. Puede que lo hubiera visto en algún sitio. Puede que me lo inventara. La cuestión era que dibujaba siempre lo mismo: un hombre o mujer leyendo debajo de un árbol. 
Esa imagen me ha venido a la cabeza miles de veces desde entonces ( y desde entonces son muchas miles de veces) Esa imagen era la proyección de mi felicidad: Yo leyendo debajo de un árbol. Porque aunque en mi barrio no hubiera muchos árboles ( soy de Carabanchel, como Manolito Gafotas) yo imaginaba que leer debajo de un árbol era el colmo de la felicidad. Amaba los libros y los árboles.
Y lo sigo haciendo.  Mi relación con los libros fue en aumento,  así como mi relación con los árboles. Qué cosa más absurda, pensaréis, cómo puede uno relacionarse con los árboles. Posiblemente  sea  una idea absurda, pero para mí tiene su lógica. Antes he dicho que en mi barrio no había muchos árboles, pero no es cierto. Había oasis detrás de los muros. Oasis  que no podía ver aunque sí imaginar.  Y la imaginación de esos bosques que se escondían detrás de los muros (hoy ya públicos, en la calle General Ricardos) alimentaba más aún mi deseo y mi curiosidad. Según fui creciendo descubrí el monte, el campo y los bosques. Y por supuesto los árboles. Sus formas, su textura, sus dibujos, sus ramas, sus raíces , su arte y su lenguaje, y entendí porqué amaba los árboles. ¿Habéis abrazado alguna vez un árbol?  
Este invierno he descubierto "el pino de los abrazos", una especie curiosa que crece en la sierra de Guadarrama y que merece la pena conocer, y he leído mucho, alimentando mi ración diaria palabras.
Y de nuevo he recordado ese dibujo que hacía de pequeña, y del cual no guardo ningún ejemplar. Y he pensado que esa es, en efecto, una de las imágenes de la felicidad.