2/11/14

Estos días azules y este sol de la infancia

Estos días azules y este sol de la infancia. Los últimos versos de Antonio Machado.

Sentir como cuando uno es niño: Los cambios de estación. Ponerse los calcetines de invierno. Machacar una piedra y notar el tacto de su polvo. El olor de un geranio, el sabor de los huevos fritos con patatas fritas...
De pequeño, no hay duda, uno siente más las cosas. Luego vamos creciendo, y vamos mecanizando pequeños gestos: despertarse, sentir el frío del otoño, desayunar, cambiarse de ropa. Y empezamos a vivir de un modo que casi podría llamarse virtual:  las pre-ocupaciones,  el próximo fin de semana, las próximas navidades....De vez en cuando alguna pequeña o gran emoción: un cumpleaños, una fiesta, una enfermedad o una muerte. Y nos prometemos vivir más intensamente, dar importancia a lo importante, fijarnos en  las cosas pequeñas...., pero se nos olvida.
La mecanización es necesaria, lo sé. No podríamos realizar las mil tareas que se nos imponen en el día a día si no mecanizáramos un gran número de ellas. Pero ¿y detenerse? ¿Cuándo encontramos tiempo para detenernos? Para ver que no hace falta marcharse lejos para ver un cielo azul-azul. Para sentir los olores los colores, los sonidos. Para simplemente sentir. Para volver a ver como si fuéramos niños. Ver la novedad de un gesto mil veces repetido. Y de vez en cuando, sólo de vez en cuando, recordar que seguimos vivos.
Por eso, este verso de Antonio Machado me cala tan hondo. Porque tengo la sensación de haber perdido ese sentimiento de presente que tenía cuando era niña, y lo echo de menos.
Pero no lo tengo todo perdido. Ahora que ya he traspasado la mitad de mi vida,  he decidido recuperar, en la medida de lo posible, ese sentimiento. Dar cada vez más espacio a los sentidos, pararme de vez en cuando..... Y respirar.
Y con un poco de suerte poder escribir antes de morir: "Esta tortilla de patatas y esta cervecita que me acabo de tomar...."



2/10/14

Libros de autoayuda

Tengo un serio problema con los libros de autoayuda. Y es que para mí, casi todos los libros son libros de autoayuda. 
Desde qué empecé a leer a Los cinco,  y luego a Agatha Christie, y le siguieron algunos bodrios de Sisí emperatriz, que yo encontraba magníficos.....En ellos descubría un mundo que no tenía, ni imaginaba. Me ayudaba pensar que la vida que yo llevaba no era la única, y que allí,  en otros países o quizá cerca de mí, existían niños que como los cinco, se reunían en cobertizos (¿cómo sería un cobertizo?) y se desplazaban en bici (¡una bici!) y vivían aventuras junto a un perro. Me ayudaba saber que existían personas diferentes y que si escribían, era porque existían. Ahora parece sencillo, pero cuando uno es pequeño, cree que el mundo es únicamente su entorno cercano, y el entorno cercano no siempre es lo que uno desea y necesita.
Cuando descubrí al Principito a los 15 años, me propuse creer en él, porque me parecía tierno, amable y lejano.  Un poco más tarde, tras leer la Metamorfosis de Kafka,  decidí ser existencialista, y dejé de creer en los seres humanos, aunque recuperé de nuevo la fe en ellos con Mario Benedetti y sus luchas y sus exilios. De los poemas de mi hermana adolescente, y de las canciones de Bob Dylan, aprendí que a veces no hacía falta entender las palabras, que a veces bastaba sólo con sentirlas. Que tenían el don de dibujar imágenes, abrir puertas interiores, y cerrar otras exteriores e insistentes.
Los libros me han ayudado a crecer. Me han formado. Me han construido por dentro y por fuera. Los libros han sido mis amigos, mis profesores, y a veces mi familia. A los libros me he agarrado cuando no tenía donde agarrarme. Los libros me han acompañado cuando no toleraba que nadie me acompañara.
Los libros me han abierto  la conciencia, me han expandido el horizonte, y han buceado en mi alma, mi  corazón y mi pensamiento.
Los libros me ordenan la mente, me tranquilizan, y casi todas las noches me  arrullan.
Buenas noches.



9/5/14

Manga por hombro


Empieza el calor, y durante unas semanas, que en ocasiones se convierten en meses, el armario es un desbarajuste de jerséis y camisetas, blusas y abrigos, pantalones de abrigo y pantalones cortos. Retraso el momento de cambiar la ropa todo lo que puedo. El tiempo puede cambiar de un momento a otro, me digo, pero es que además siento una pereza de muerte. Por fin, un fin de semana cualquiera, después de haber sudado la gota gorda con el chandal de invierno, me digo, ya está bien, de hoy no pasa.
Así me siento yo últimamente:  Soy cómo un armario de invierno-verano. En mi interior se mezclan confundidos, pensamientos con mucha lana junto a ideas livianas y brillantes. A veces salgo con mi pensamiento de invierno y paso un calor mental de muerte.
Cambiar el armario mental da igual de pereza, aunque es mucho más interesante. Porque yo tengo una cabeza muy pequeña. Nada parecido a esos vestidores maravillosos que veo en algunas personas,  capaces de sacar trajes y vestidos recién estrenados. No, mi cabeza es muy pequeña, insisto, y caben muy pocas cosas. Hay que andar ordenándolo todo contínuamente porque se me mezclan las ideas,  y se me olvidan las reflexiones de un año para otro.
Lo bueno de tener un armario pequeño es que, como no puedes guardarlo todo, tienes que escoger lo que guardas. Por ejemplo, ese pensamiento estrecho que guardas ya desde hace cinco años en espera de una talla que ya sabes que no vas a tener nunca, lo sacas y lo reciclas. O esa creencia holgadita que cualquier día se deshace del uso, vas y la tiras. Y no digamos ya de esos sentimientos pequeñitos y molestos, que guardas como recuerdo de algo que ya no recuerdas, vas y los olvidas.
Las ideas nuevas sientan mejor, no aprietan y duran más tiempo.
Bueno. Ahora ya sabéis por qué no escribo: tengo el armario manga por hombro. Y yo estoy ahí en medio, mirándolo todo, intentando decidir lo que guardo, lo que tiro, lo que me sirve y lo que no me sirve. Y aún no he empezado.



1/4/14

Crecer

Crecemos. Aumentamos de tamaño. Se ensanchan las caderas, cambiamos la voz. Cambiamos el traje y las maneras. Estudiamos. Trabajamos. Nos emparejamos. Tenemos hijos, sobrinos o ahijados o perros y gatos.

Crecemos. Pero no crecemos.

En nuestras relaciones con la pareja, con los hijos, con los amigos, con los compañeros de trabajo aún resuenan aquellas verdades insoslayables: Caca, culo, pedo pis. Rebota, rebota que tu culo explota. Y tú más, pero mucho más.

Te haces político, empresario, maestro, o cajera del Carrefour, o no te haces nada, y nuestra vida sigue aún girando en torno a aquellas palabras infantiles.

Sustituimos los dibujos animados por las series, los concursos, los magazines. Nos entretenemos. Nos entretienen. Pasa la vida....Y seguimos comportándonos como niños. A mí plin.

Nos convertimos en abuelos.  Envejecemos y morimos como niños arrugados. Niños buenos y niños repelentes y cascarrabias.

Contínuamente me encuentro con adultos que de adultos sólo tienen la edad. Escuchan sólo lo que quieren. Sitúan el mundo en blanco y negro. Compartimentan la vida en conmigo o contra mí. En las cosas son así y punto. En verdades subjetivas pero irrefutables.

Pongo la tele y aún sigue sorprendiéndome que personas supuestamente inteligentes, con estudios, y que toman decisiones sobre nuestras vidas sigan expresándose igual que los niños. Políticos, escritores, empresarios, presentadores, gestores, activistas....

Nos creemos lo que dicen porque parecen gente seria y adulta. Llevan traje y corbata. Han ido a la universidad. Tienen un puesto importante. Les creemos. Nos producen confianza. Creemos que ellos van a hacer las cosas bien. Pero escuchadles con atención. Escuchadles de verdad. Analizad realmente lo que dicen. Observad cómo solucionan sus diferencias, cómo intentan arreglar los problemas y escucharéis de nuevo aquellas frases infantiles: Caca, culo, pedo, pis. Y tú más. Rebota, rebota que tu culo explota.



2/2/14

Derecho a nacer o derecho a vivir

El niño tiene ya 13 años y no hay quién le aguante. En el colegio se desesperan y desespera a su madre. Está en la edad. Pero este niño no sólo está en la edad.

El niño es español de padres marroquíes, ambos en paro. El niño tiene otros tres hermanos menores. Y el niño además no crece.

No crece, no ve bien, no respira bien, no mueve algunos dedos, le faltan piezas dentales, no levanta bien los brazos, le duelen las rodillas....

Cada año un poco más.

Y esto que acabo de decir puede despertar lástima o compasión,  pero no es mi intención. Es  una realidad.
Y es una realidad, aunque miremos para otro lado. Aunque su madre a veces tenga que taparse los oídos y los ojos para poder seguir viviendo, para no deprimirse ni morirse de pena. Porque el niño tiene muchas preguntas pero no tiene ninguna respuesta.

Pregunta hacia dónde le lleva esta enfermedad. Pregunta por qué el no puede ser como los demás. Pregunta por qué no le dan el tratamiento que acabaría con este deterioro. Y estas preguntas, son preguntas reales.

Y como no hay respuestas, el niño se rebela. Contra todo y contra todos. El niño acumula odio. Un odio que nace de la incomprensión. Que nace de sentir el mundo como un lugar a la medida de los demás, excepto de él. 

El niño se porta mal. Pero ninguno tenemos el tiempo, ni el valor, ni las ganas de ver más allá de ese comportamiento. Porque quizá preferimos no tocar demasiado ese mundo de dolor porque duele demasiado. El valor de remangarnos y entrar de lleno en él. Ya lo harán otros, pensamos. Pero nadie lo hace. 

Porque ese es otro clavo más. No hay suficientes medios. No hay dinero. No hay voluntad. Pero sí hay un tratamiento que no quieren dar porque cuesta demasiado. Después de más de tres años luchando por intentar conseguirlo, siguen sin querer dárselo.

Me gustaría poder meter todo su dolor en una carta, el suyo y el de sus padres, y mandárselo a estos señores que nos gobiernan, para que les explotara en la cara. 

Porque hay que ser un hipócrita o un inconsciente, para decir que los no nacidos tienen  derecho a nacer, pero al parecer no tienen el derecho a seguir con vida una vez han nacido, porque ustedes no quieren ofrecer los medios para que puedan vivir y digo vivir, no malvivir. Porque este niño no llegará a los 18 años si no le dan el tratamiento que necesita.  Porque este niño y su familia  sufrirán lo indecible, yendo de médico en médico intentando paliar el deterioro.

Y lo peor es que este niño tiene una hermana pequeñita de cuatro años. Una preciosidad que padece la misma enfermedad. Que también tuvo su derecho a nacer  pero, igual que su hermano mayor,  al parecer tampoco tiene derecho a vivir.





25/1/14

Esos seres celestiales


Admiro a mi amiga Marta, que siempre ve el lado positivo de las cosas y para quien cada día es un regalo. Admiro a Raúl, mi compañero de trabajo, que jamás le ha dado un grito a un alumno, a Paloma, que siempre sonríe y nos trae galletas de chocolate a las reuniones. Admiro a la gente tranquila, a los que escuchan, a los que siempre están de buen humor, a los optimistas.
Admiro la capacidad de estas personas para trasmitir  su buen rollo (o energía positiva). Me gusta estar  a su lado. Busco el sol que ellos son, y me tuesto un poco con sus rayos.

Hace tiempo, creía que estas personas eran una especie de seres celestiales que aterrizaban en la tierra y, como seres celestiales que eran, eran pocos y habían venido al mundo con esa gracia celestial: o eras uno de ellos o no lo eras en absoluto. Y yo no lo era. No había nacido tranquila, ni paciente, ni positiva.
Y aunque siempre intentaba acercarme a ellos por ver si se me pegaba algo, resultaba imposible. Por más esfuerzos que hacía, por más voluntad que ponía, a mí me salía un chillido en lugar de un tono normal, me aceleraba en vez de tranquilizarme, atropellaba las palabras en vez de ponerlas en orden, me enfadaba cuando no quería enfadarme. Lloraba de impotencia. Me parecía una tremenda injusticia divina haber nacido así.

Ha pasado mucho, mucho tiempo desde entonces. Y aunque sigo sin ser tranquila, ni paciente, ni positiva, al menos he aprendido que se puede cambiar un poquito, y sobre todo,  he aprendido a perdonarme y quererme.

Yo no soy uno de esos seres celestiales. Simplemente es así. Pero llevo un largo camino intentando mejorar, buscando trucos de magia, reflexionando, leyendo y trabajando. Trabajándome por dentro. Es un camino difícil que los seres celestiales jamás conocerán. Y está bien así. Pude darme cuenta a tiempo de que se podía ser de otra manera: nunca llegaría a ser uno de esos seres maravillosos y admirables, pero podía ser yo, con toda mi carga de aprendizaje.

Y también  sé que yo, siendo un ser terrenal en las antípodas de esos seres celestiales,  les trasmito sin embargo buen rollo (o energía positiva).



9/1/14

Un árbol y un libro

Cuando yo era pequeña me gustaba mucho dibujar. Decía que de mayor iba a ser pintora. No se me daba mal. Todavía recuerdo aquel premio que me denegaron con cinco años, porque las monjas estaban convencidas de que yo no había hecho el dibujo. Ese día aprendí lo que era la Injusticia. Pero yo seguí pintando. Pintaba barcos, mares, paisajes, niños y peces. Pero hay algo que recuerdo de forma muy especial. Un dibujo que repetía una y otra vez, quien sabe porqué. Puede que lo hubiera visto en algún sitio. Puede que me lo inventara. La cuestión era que dibujaba siempre lo mismo: un hombre o mujer leyendo debajo de un árbol. 
Esa imagen me ha venido a la cabeza miles de veces desde entonces ( y desde entonces son muchas miles de veces) Esa imagen era la proyección de mi felicidad: Yo leyendo debajo de un árbol. Porque aunque en mi barrio no hubiera muchos árboles ( soy de Carabanchel, como Manolito Gafotas) yo imaginaba que leer debajo de un árbol era el colmo de la felicidad. Amaba los libros y los árboles.
Y lo sigo haciendo.  Mi relación con los libros fue en aumento,  así como mi relación con los árboles. Qué cosa más absurda, pensaréis, cómo puede uno relacionarse con los árboles. Posiblemente  sea  una idea absurda, pero para mí tiene su lógica. Antes he dicho que en mi barrio no había muchos árboles, pero no es cierto. Había oasis detrás de los muros. Oasis  que no podía ver aunque sí imaginar.  Y la imaginación de esos bosques que se escondían detrás de los muros (hoy ya públicos, en la calle General Ricardos) alimentaba más aún mi deseo y mi curiosidad. Según fui creciendo descubrí el monte, el campo y los bosques. Y por supuesto los árboles. Sus formas, su textura, sus dibujos, sus ramas, sus raíces , su arte y su lenguaje, y entendí porqué amaba los árboles. ¿Habéis abrazado alguna vez un árbol?  
Este invierno he descubierto "el pino de los abrazos", una especie curiosa que crece en la sierra de Guadarrama y que merece la pena conocer, y he leído mucho, alimentando mi ración diaria palabras.
Y de nuevo he recordado ese dibujo que hacía de pequeña, y del cual no guardo ningún ejemplar. Y he pensado que esa es, en efecto, una de las imágenes de la felicidad.